Semana Santa 89 01

El 17 de marzo de 1989 tuve el honor de pregonar la Semana Santa de Almendralejo, por invitación de la Junta de Cofradías de Penitencia de la Ciudad. El acto tuvo lugar en el Teatro Carolina Coronado, presentado por Juan Francisco Sánchez, y con la programación adicional de la final del Concurso de Saetas y la escenificación de dos pasajes de la Pasión (Oración en el Huerto y La Piedad) por el grupo Albarda.
Ha pasado el tiempo y este 2021, por segunda año consecutivo, no saldrán nuestros pasos a las calles y plazas de Almendralejo, por la pandemia que nos invade. Nuestros vecinos celebrarán estos días santos para los cristianos con actos de culto en los templos y en sus corazones. He querido rememorar mis sentimientos vertidos en aquel pregón, que siguen actuales (Incrementados con los nuevos pasos de hoy), acompañados por las imágenes fotografiadas por Alberto Castillo, que iluminaron el Programa de Semana Santa de aquel año. Con el deseo de que el próximo año nos veamos todos celebrando estos días, también, en las calles y plazas, os dejo con el Pregón, que se publicó en el Programa de Semana Santo de 1990.

PREGÓN

Sr. Presidente y componentes de la Junta de Cofradías. Hermanos Mayores y Juntas de Gobierno de Hermandades y Cofradías. Hermanos cofrades. Queridos amigos todos.
Agradecimiento a la Junta de Cofradías por el honor que me ha hecho y la responsabilidad que en mí ha depositado al elegirme para pregonero de estas Fiestas Mayores de la Semana Santa.
Gratitud al presentador que en aras de la amistad ha realzado una vida sencilla de trabajo que carece de grandes momentos, salvo los familiares.
Gracias a todos a los que he pedido consejo por vuestro aliento y ayuda.
Y mi recuerdo entrañable a D. Antonio García Moreno, ilustre almendralejense que me precedió con méritos sobrados en esta tribuna.
Y como estamos en Almendralejo, yo te saludo, Madre de la Piedad, patrona nuestra, que acoges los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de tus hijos allá donde se encuentren. Danos una Semana Santa perpetua de la que estos días venideros sean sólo puntos de referencia en nuestro caminar constante hacia tu Hijo.
El pregonero quiere dedicar su humilde proclama a las monjas concepcionistas, que este año celebran el V Centenario de su Orden, y que estuvieron cerca de tres siglos en su Convento de la calle Harnina, y a sus hermanas clarisas que llevan casi otros tantos con nosotros, en el silencio franciscano de sus claustros, meditando los misterios que procesionamos.
Me traiciona el oficio y comienzo por la historia. No son muy numerosas las referencias a los pasos de la Semana Santa en el material conservado en las Hemerotecas y Archivos locales conocidos. Pese a ello, he recopilado las noticias que parecen más significativas para enraizar en nuestro pasado una tradición secular.
El dato más antiguo que conozco está fechado en 1609 en que el Concejo manda empedrar algunas calles por las que ha de pasar la procesión de la Disciplina, el Jueves Santo de aquel año. También del siglo XVII es la primera mención que encuentro referida a la del Santo Entierro. Es nuevamente el Concejo, que tiene el patronazgo sobre ellas, quien paga a un sastre de Zafra las telas de damasco y terciopelo negro del palio que ha confeccionado para esta procesión. A lo largo del siglo XVIII se documentan las procesiones del Miércoles Santo con la imagen de Jesús Nazareno y la del Viernes Santo con el Entierro de Cristo.
De aquí pasamos, en este breve y rápido recorrido, a finales del pasado siglo. En 1892 procesionaron cuatro pasos en nuestra ciudad: la Virgen de la Soledad, el Viernes de Dolores, las acostumbradas del Miércoles y el Viernes Santo, y la de la Resurrección, el Domingo de Gloria.
De la segunda década de nuestro siglo datan las primeras salidas procesionales del Cristo del Amparo que acompañado de una Virgen de los Dolores se unía a las de la Parroquia en su estación penitencial. Ya desde 1925 se cita a Nuestra Señora de las Angustias o de la Piedad, y en la tarde noche del Viernes se unen a la del Santo Entierro en su recorrido, regresando a la Iglesia del Corazón de María, después de entrar y descansar en la Parroquia. En los primeros años de la posguerra, desaparecidas las imágenes de la Parroquia, estuvieron saliendo solos el Cristo y el Descendimiento, que ya estaban constituidos como Hermandad del Santísimo Cristo del Amparo y María Santísima de la Piedad en su Misterio Doloroso, desde 1938. Después se volvió a la tradición de unirse a los del Santo Sepulcro y a la Virgen de los Dolores, quedando algunos años el Cristo en la Parroquia para por la noche organizarse un Vía Crucis hasta la Iglesia de los Padres con su imagen. Tras la reforma litúrgica de la Semana Santa de 1956 se introdujeron algunos cambios en la salida de estas procesiones, quedando por separado el Viernes, primero, el Cristo del Amparo y María Santísima de la Piedad, y más tarde la Virgen de la Soledad; y pasando al Sábado el Santo Entierro, que en los últimos años ha vuelto a procesionar el Viernes Santo.
El resto de la historia es parte de la actual generación, cabe en los últimos cuarenta años de gran actividad cofrade. En 1955 se constituye la Hermandad y Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y María Santísima de los Dolores, y en la década de los sesenta surgen otras dos, la Hermandad de los Estudiantes, bajo la advocación de Nuestro Padre Jesús de la Flagelación y María Santísima de la Esperanza (1962), y la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (1969). La última en formalizarse ha sido la Cofradía del Resucitado, que este año es el tercero en que anuncia su salida procesional.
Y cuando se escriba la historia de nuestras hermandades y cofradías, serán capítulos importantes, entre otros, los dedicados a las camareras de las imágenes y a quienes han arrojado al aire de nuestras calles la voz emocionada de las saetas; los de la Hermandad de Costaleros de San José y el Grupo Albarda, cirineos y proclamadores de la Pasión; los de las Bandas de Cornetas y Tambores, de las que perdura la de San Roque; los que hablen de los cofrades y de sus directores espirituales; y los que recojan la labor callada y anónima de las cofradías y hermandades en orden a promocionar en sus miembros la formación cristiana y cofrade, el culto público a sus imágenes y el ejercicio de la caridad.
Permítanme que ahora la historia ceda al presente y quede sólo en mí el cristiano aprendiz de cofrade que contempla el Misterio repetido de un Dios que se entrega por nosotros.
Recorro peregrino nuestras calles, al filo de los pasos penitentes y me permito pregonar su gracia, su significación y su poesía.
Y como pregonar es publicar en voz alta una cosa para que venga a noticia de todos, y como también es alabar en público los hechos o cualidades de una persona, os vengo a anunciar la Muerte y la Resurrección de Jesús y su expresión cofrade en nuestra ciudad de Almendralejo.
Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; estaban sorprendidos y los que le seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder: ‘Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará’” (Mc, 10, 32 34). ¿Qué más podríamos desear? Jesús pregonero de su propia Pasión. Es como si dijera: Os anuncio un gran gozo, voy a Jerusalén a morir por vosotros.
Jesús entra en Jerusalén montado en un pollino sobre la tierra alfombrada con los vestidos de la gente y el follaje cortado de los campos próximos, entre las aclamaciones del pueblo que gritaba: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” (Mc, 11, 9). Se cumple la profecía de Zacarías: "¡Exulta sin freno, hija de Sión, / grita de alegría, hija de Jerusalén! / He aquí que viene a ti tu rey: / justo él y victorioso, / humilde y montado en un asno,/ en un pollino, cría de asna.” (Zac, 9, 9).
Lo vemos en nuestras calles. Es el Domingo de Ramos. Salimos a aclamarlo con ramas de olivos, de nuestro Monte de los Olivos, que aquí se llama el Husero o las Carboneras. Lo vemos subido en el pollino. Es la Procesión de la Borriquita. Es el pórtico de la Semana Grande, el anuncio de una exultante primavera que trueca la muerte en vida. Por eso la escena se repite en cada Templo. Jesús cuidó de los detalles de esta entrada en la ciudad. No se trata de una simple coincidencia con la profecía, sino de la iniciativa del Maestro que envía a buscar el pollino: desea entrar así en Jerusalén como un rey humilde y pacífico. Suprime el caballo y la espada y acepta el homenaje de los sencillos, como aceptará el de aquella mujer de Betania que derrama sobre su cabeza el óleo de la unción real, que le hace pensar en su muerte: “se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura” (Mc, 14, 8): los discípulos no vieron en este acto más que un despilfarro. No lo entendieron. Era el eterno conflicto entre la acción (las buenas obras con los pobres) y la contemplación (las buenas obras por Jesús). Ambas, inseparables porque el amor a los pobres tiene que vivirse en el amor a Aquel que se ha identificado con ellos.
Jesús va a celebrar la Pascua con sus discípulos. La ha preparado él mismo, ya tiene la sala dispuesta, “su” sala lo mismo que tenía “su” pollino. En aquella Última Cena se quedará siempre con nosotros, y en esta Semana Mayor lo adoraremos agradecidos en esos pasos fijos de nuestras Iglesias, a los que llamamos Monumentos. Jesús no dejó nada al azar, quiso llevar siempre la iniciativa de su propio sacrificio, y consciente de lo que iba a ocurrir, recorrió paso a paso el doloroso camino. Porque ahora es camino de despedida, y peor aún, de abandonos y traiciones.

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Miradlo solo entre nuestros olivos, en Getsemaní, en la noche del Martes Santo. Le conforta un ángel, pero en sus manos lleva la cruz del suplicio y el cáliz de la amargura. Trasplantad el escenario que se nos muestra en el paso de Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto a nuestra actualidad, porque la tiene. Con sereno pavor nos muestra su oración más descarnada: esta hora, este cáliz, y recurre como un niño, pequeño, desamparado, a su Padre. Abbá, Padre, Papá, todo es posible para ti, quita de mí este cáliz, pero aún en esta dolorosa hora, que no se haga mi voluntad sino la tuya.
Jesús se va adentrando en la soledad. El tumulto le acompañaba en su entrada en Jerusalén; los amigos íntimos, en el momento cumbre de la institución de la Eucaristía; aunque entre ellos estuviera Judas; sólo tres de ellos, Pedro, Santiago y Juan, en Getsemaní, y no han sido capaces de velar con él y se han dormido, dejando a Jesús sólo en su plegaria. Pero el mismo Martes en la misma Cofradía que procesiona desde San Roque tenemos el cuadro siguiente de este drama pasionero. De pronto se presenta un tropel de gentes, y entre ellos Judas. Es una escena cargada de emoción. San Pedro aún dormido aquí, cuando despierte reaccionará de forma elemental, desenvainando la espada. Judas, acerca su rostro al del Maestro para besarlo, para señalarlo de esta manera a los soldados, uno de los cuales coloca su mano sobre el hombro de Jesús en señal de prendimiento. El rostro de Cristo revela la angustia que le ha hecho sudar sangre y la sequía de la soledad, pero sólo se preocupa de sus apóstoles. “Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos” (Jn, 18, 8). Estos dos pasos se refieren a escenas consecutivas en el tiempo. Pero aunque el escenario es el mismo y los olivos son los mudos compañeros de tantas emociones, hay un cambio de decorado, trocándose, por esta vez en nuestros Cristos del dolor, el rojo por el blanco. Los claveles rojos y la túnica roja son reflejo de la oración agónica de Getsemaní. En la escena con Judas se cambian en blancos de inocencia, túnica y claveles, que aquí son rojos y blancos. Era de noche y bajaban con linternas, antorchas y armas a arrestar a quien era la Luz del mundo. Aquí es lo inmaculado lo que se quiere plasmar y lo que resplandece por encima de la nube tormentosa de la acción de Judas sumergido en su noche, en las tinieblas de su espíritu. Los discípulos le abandonan, le niegan, le dejan solo y aunque uno sacó la espada lo hizo para demostrar que no había comprendido nada. Jesús, solo: un joven que intenta acompañarlo, es detenido aunque logra escapar; Pedro, que le sigue, le niega y canta el gallo de la conciencia. Pero, ¿y su madre? ¿Dónde está María? Los relatos evangélicos nos hablan de ella y de un grupo de mujeres que habían venido con Jesús a Jerusalén, pero cuando nos las presentan ya están en el Calvario. Ellas serán los testigos de su muerte y de su resurrección. ¡Con qué dolor le acompañaría su Madre en este calvario peregrino hasta el Gólgota! ¿Qué voy a decir yo de la Madre en Almendralejo? ¿Qué son mis pobres palabras ante la continua oración que sube al cielo desde nuestra ermita de la Piedad? Almendralejo saca diariamente a su Patrona en el corazón de sus hijos por muy lejos que se encuentren de su Templo. Pero este año, los pasos de la Cofradía de la Oración en el Huerto y el Beso de Judas le van a hacer una visita y una ofrenda, pararán frente a su Santuario, y volviéndose de cara al atrio, el Cristo orante en soledad y la Inocencia Prendida recibirán la consoladora mirada de su Madre.

Semana Santa 89 05Comienza después para Jesús un largo y complicado recorrido procesal. ¿Ante qué tribunal se encuentra nuestro Jesús Cautivo de la Cofradía de los Estudiantes? ¿Ante el Sanedrín proclamándose el Cristo, el Hijo de Dios? ¿Ante Pilato, declarando su realeza? ¿Ante el descreído Herodes, guardando un mutismo absoluto? La sentencia está dictada de antemano pero ahora Jesús morirá por haber proclamado su misión y afirmado su mesianismo.

¿Ante quién estás, Tú, Cristo cautivo,
las manos que sanaban, ya sujetas,
que nuestra ingratitud más manifiesta,
te prende por profeta y por testigo?
De tu boca no sale ya la queja,
si acaso algún cansancio entristecido
se observa en tu mirada, y se nos clava.
Estás ante nosotros, detenido.
Hemos juzgado a la Verdad rendida,
maniatando el Cordero de esperanza,
secuestramos al centro de la Vida.

No es un Cristo flagelado todavía físicamente, es un Cristo agobiado con toda una Humanidad sobre su espíritu. ¡Qué Humanidad más mudable! Su entrada en Jerusalén con todo aquel aparato real que anunciara Zacarías ha conducido a la contestación y a la repulsa y finalmente han preferido a Barrabás por encima de Jesús.
Le acompaña en su estación del Miércoles Santo una Virgen de esperanza, sobrepuesta al dolor que levemente asoma al rostro suplicante, llevando al cielo su mirada y alzando las manos en un gesto de universal acogida. No tardará mucho sin que Ella pase por otros trances dolorosos pero aquí, ¡es la Esperanza en que se mira Almendralejo! Verde manto de su imagen, capa verde en sus cofrades, verde esperanza como alfombra de los campos de Barros, cuando los racimos dan el fruto que la tierra, el sol y el agua rinden al perfecto trabajo de nuestros agricultores. Este año estrena palio, “paso de palio”, arquitectura y poesía, que dijera el poeta. Doce varales blancos como columnas frágiles enmarcan a la Virgen, y el granate dosel le pone el cielo más bajo. Para abarcarla en una mirada, no como jaula de oro sino como universo condensado. Y a la línea recta y por igual de los varales, se contrapone la viva línea de la candelería, que se abre ante la imagen chorreando lágrimas de cera.

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Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron su ropa y le sacan afuera para crucificarle” (Mc, 15, 20).
No nos han conservado los Evangelistas muchos datos del camino al Calvario. Ha sido la Tradición la que ha puesto estaciones a un Vía Crucis vivo e irrepetible. Aparece la figura de Simón de Cirene tal vez para indicarnos que el discípulo, el cristiano, tiene que participar en la Pasión de Jesús. Tiene que ayudarle a consumar su obra. Este año nos volverá a edificar el sacrificio de aquellos que por amor a Jesús llevan la cruz, física o moral, sobre sus hombres, cargando sobre unos pies desnudos, la angustia de una petición o la alegría de una promesa cumplida. El dolor es una realidad en el mundo, está presente, y por tanto exige una presencia nuestra. ¿Por qué, Señor, por qué mi Cruz? Y Jesús nos responde con su ejemplo: Yo no he venido a explicar, sino a cumplir. El Hijo de Dios no ha venido a destruir el sufrimiento, sino a sufrir con nosotros y por nosotros. No ha venido a destruir la cruz, sino a tenderse en ella. Y ahora, cuando el Jueves y el Viernes Santo se encuentren, la llevará camino del Calvario Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Va solo, descalzo, un poco jadeante, en el momento de avanzar lastimosamente hacia el Gólgota, encorvado por el peso del madero, que encierra ¡tantas cosas! Aún ciñe la corona de espinas que se le clava a cada esfuerzo y la soga al cuello, ignominioso yugo. Pisa una alfombra de claveles, rojos de su propia sangre. El amplio y sobrio paso destaca aún más la soledad del Hijo de Dios. Gran Poder de Jesús que manifiesta su Divinidad.
Gran Poder de María para poder seguir cerca del Hijo. Cuenta la Tradición que la Virgen en la calle de la Amargura se desmayó al encontrarse con Jesús, y un ángel la confortó dándole “poder” para soportar su dolor. Madre del Gran Poder, María Santísima de los Dolores, que procesiona con su hijo nazareno. Es una de nuestras vírgenes más bellas. Transida de dolor, con el corazón atravesado por las siete espadas del sacrificio, llora con una serenidad majestuosa, con su pañuelo blanco entre las manos, y su boca entreabierta, llorando, llorando..., recogido en sí mismo su dolor con la mirada baja parece recordar otros momentos, y estar meditándolos en su corazón: la Anunciación, el Nacimiento, la Presentación en el Templo, la Infancia de Jesús...

Todo se le rememora
ante unos ojos tan lindos.
Arriba llora la Virgen
y abajo lloran los cirios.
Y la cera se consume
cayendo como el rocío
sobre los blancos claveles.
¡Qué misterio va en tu paso,
allí, contigo, María!
Vida y muerte de la mano:
allí el cirio bautismal
junto al cirio funerario,
unidos por tu bondad.

Tiene esta Cofradía por escudo una corona de espinas, dentro de la que se sitúan la cruz de Santiago, de cuya Orden Militar fuera Encomienda, Almendralejo, y el almendro arrancado de nuestra ciudad, además de cinco gotas de sangre que anticipan las Cinco Llagas que van a lacerar el Divino Cuerpo. Pero también son cinco las lágrimas que se han quedado detenidas en el divino rostro de María Santísima de los Dolores, como congeladas por la indiferencia de las gentes. De nuevo el blanco y el rojo, la Virgen y el Cristo, cinco perlas preciosas derramadas por cinco rubíes de sangre redentores. Y este Viernes, ya en la madrugada, cuando tus costaleros, cada uno en su “trabajadera”, anónimos cirineos de vuestro Cristo, lo mezan ante el Convento de Santa Clara y se vuelva también el paso de la Virgen, nuestras contemplativas franciscanas, verán en tus escudos y en tu rostro, Señora, las mismas huellas que el mismo Cristo impregnó en el cuerpo de su insigne San Francisco.

Semana Santa 89 07

Y ya está en la Cruz. “Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda” (Lc, 23, 33). Ya está en la Cruz el Cristo del Amparo. Muchas imágenes de Cristos Crucificados están en nuestros templos, recordándonos sin duda tantos otros cristos crucificados que llenan nuestras calles. En la Purificación había un Cristo de las Misericordias, y al que corona el Altar Mayor por bajo del Padre Eterno se le llamaba en el siglo pasado el Señor de la Paloma. Y tenemos a Nuestro Señor de la Paz, tallado por Federico Zambrano, con la expresión serena en un rostro dolorido del que muere perdonando. Y la Parroquia de San Roque tiene un Cristo Crucificado suspendido entre el cielo de la bóveda y la tierra de nuestros pies: es nuestro intermediario con el Padre. No hay iglesia, ermita o convento que no tenga su Cristo clavado en la Cruz. Nuestro Señor de las Angustias, en Santiago, o el Señor de la Buena Muerte, en San Antonio. Sobre un monte de claveles rojos procesiona el Santísimo Cristo del Amparo. Es Cristo antes de morir.

Su mirada suplicante
se dirige hacia lo alto
y con la boca entreabierta
parece decirnos algo.
Fueron siete las palabras
que de ella se escaparon.
Siete rayos encendidos
en la noche más oscura,
siete estrellas rutilantes
cuya luz aún perdura.

La del perdón y la del consuelo; la del amor y la de la queja; la de la sed y la de la conclusión. La de la entrega. ¿Cuál de ellas estará comunicando nuestro Cristo del Amparo a este pueblo que ante su imagen sus culpas llora, su amor le canta y con fe le adora?
La misma Hermandad procesiona el paso de María Santísima de la Piedad en su Misterio Doloroso. Ya se ha parado el tiempo, ya ha derramado agua y sangre por su divino costado y está muerto en los brazos de su Madre. Las espinas y los clavos, a sus pies, y María acariciando su cabeza que amorosamente se reclina en el regazo materno. Llora la Virgen, pero es un llanto distinto al de otras vírgenes: es un llanto fluido, resignado, ausente la mirada, sorprendida todavía por la ignominia consumada. No lo va a tener mucho tiempo. Es el atardecer, y el sudario en que lo van a envolver se encuentra ya preparado.
El hombre muerto será llevado al sepulcro; la madre dolorosa se cambia en soledad. Vázquez Camarasa escribió un artículo en la Semana Santa de 1936 titulado “La Madre sin el Hijo”, donde habla “de la tremenda soledad en que sume siempre el corazón de una madre, la muerte del hijo adorado. Y si este hijo es Jesucristo, entonces la razón y el menguado sentimiento humano son incapaces de abarcar la inmensidad de la soledad de su Madre”. Se ha detenido el tiempo. Va la muerte en volandas. Y en ella llevan la Vida. Y nuestro Cristo muerto de la procesión del Santo Entierro yace sobre la fría losa del sepulcro, no vencido sino con el rostro levantado manteniendo la conexión con el Padre al que le dice: “los he amado hasta el fin”.
Y con la Soledad concluye la tragedia. Nuestra Virgen sale por la noche a buscar consuelo, y lo encuentra en las hijas de este pueblo que comprenden su dolor y se lo abrevian rezando con ella, cantando con ella el Rosario, piropeándola en la Letanía y alumbrándola en su noche dolorosa.

Semana Santa 89 08

Pero vana sería nuestra fe si todo hubiera acabado con la Muerte, si no hubiera resucitado Jesucristo (Cfr. 1Cor, 15, 14). También la plástica cofradiera de nuestra Semana Santa nos lo representa. La noche no es eterna. La tristeza pasa pronto y la soledad no dura siempre. El sepulcro ya está vacío. El Resucitado, que desde la Iglesia de San Roque cierra los desfiles procesionales, se levanta victorioso de la muerte sobre la losa abierta de la tumba. Y el agua de la vida, del renacer de nuevo, limpia la sangre que derramó nuestra ingratitud y los tonos blancos de luz y de gozo resplandecen evocando la inocencia, la alegría y la pureza.
Y aunque los textos sagrados no nos lo digan, nuestra sensibilidad no comprendería que el Hijo no se apareciera a su Madre. Quizás la certeza de aquella manifestación no necesitara de su declaración expresa. Pero aquí, en Almendralejo, la Madre y el Hijo se encuentran en la mañana del Domingo de Gloria.
Es el tercer encuentro en la Semana. La Esperanza lo buscaba de tribunal en tribunal. La Dolorosa lo encontró en su suplicio hacia el Calvario. La Piedad lo recibe a los pies de la Cruz. La Soledad peregrinaba consternada. Ahora, de nuevo, juntos.
Junto, con una Virgen que ostenta la advocación de la Candelaria, y que encierra en sí un profundo significado, que si en otro momento del año lleva el Niño en brazos y una vela en la otra mano, ahora nos muestra al Cirio nuevo que es el mismo Jesús Resucitado, la luz nueva de una nueva mañana alborozada, cumbre y cima de una Semana que comenzó con Ramos y traiciones y termina exultante de Gloria y de alegría.
He dicho.