Vera Cruz 2019web

El Lunes Santo, 29 de marzo de 1999, en la Iglesia de San Antonio, de Almendralejo, tuve el honor de iniciar los pregones pascuales organizados por la Hermandad y Cofradía del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y la Santa Vera Cruz de Almendralejo. Hoy, veinte años después, (Semana Santa de 2019, después del rezo de los tres credos y apenado porque a las dos de la madrugada no ha podido salir la procesión por causas meteorológicas) lo vuelvo a proclamar con los mismos sentimientos de entonces, aunque el lector sabrá entenderlo en el entorno finisecular del momento. Como advertí ese día, también recogía en aquel texto algunas expresiones vertidas en el Pregón de la Semana Santa de diez años antes (1989) que igualmente tuve la responsabilidad de celebrar. Esta charla-pregón también se publicó en el Boletín Informativo de la Hermandad del año 2000.


Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Hermandad y Cofradía del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y la Santa Vera Cruz. Sacerdotes. Hermanos cofrades. Queridos amigos todos.
Os agradezco el honor que me habéis dispensado y la responsabilidad que en mí habéis depositado para comenzar este ciclo anual de charlas-pregones, a medio camino entre la confidencia cofrade y el anuncio de los desfiles procesionales de nuestra Semana Mayor.
La CHARLA pretende que nos situemos en el espacio físico, histórico y espiritual de este templo. Hace unos cuatrocientos años, la villa de Almendralejo manifestaba públicamente sus deseos de contar en ella con un Convento de frailes que vitalizara aún más la devoción de nuestros antepasados. Se hicieron gestiones por parte del Concejo y en el año 1600 se obtuvo la correspondiente licencia para que se erigiera un Convento de Carmelitas Descalzos en la ermita de Nuestra Señora de la Piedad. La fundación no pudo llevarse a cabo por diversos motivos, y medio siglo después un vecino de Almendralejo, Fernando Nieto Becerra “movido de caridad y devoción” se quiso encargar de hacerla a su costa.
Las circunstancias por las que pasaba entonces Extremadura que sufría por su situación la guerra con Portugal, hizo que las gestiones se realizaran con otra Orden religiosa. La guerra había provocado la ruina de muchos conventos franciscanos descalzos instalados cerca de la frontera, y después de que se perdiera el situado en Alconchel, se solicitó que se edificara en Almendralejo. Las negociaciones concluyeron con la Real Cédula de 1654 por la que Fernando Nieto, su mujer Juana Alvarado Mendoza y la hermana de ésta, Leonor, se comprometían a edificar el convento y la iglesia y a que con las rentas provenientes de una Obra Pía fundada sobre sus bienes se pudiera mantener la comunidad de franciscanos.
Los fundadores fallecieron a los pocos años. Se enterraron en la Parroquial de la villa a la espera de que concluyera este templo. El 25 de noviembre de 1717 se trasladaron a esta sepultura que ocupan junto a las gradas del altar. Y es que su muerte debió retrasar bastante las obras, que ocuparon casi toda la segunda mitad del siglo XVII. A finales de 1697 se había terminado la Iglesia, cuya portada lleva inscrito el año de 1694; el 14 de septiembre de 1698 se colocó en ella el Santísimo Sacramento con gran solemnidad (festividad de la Exaltación de la Cruz de hace 300 años: no deja de ser significativo que ahora lo estemos recordando ante el Cristo clavado en la Cruz, muriendo, el Cristo de la Buena Muerte). Sin embargo, el Convento no se dio por terminado de manera oficial hasta cerca de un siglo más tarde, en 1785. Cincuenta años después, el 28 de septiembre de 1835 se cerró definitivamente el Convento, debido a las leyes desamortizadoras; los frailes habían sido expulsados unos días antes.
El edificio del Convento tuvo después variados destinos en manos de distintos propietarios (fábricas de alcohol y de harinas, almacenes de aceitunas, cine, Colegio Nuestra Señora de la Piedad, taller de carreteros, pajares, corralones...); la mayor parte del mismo, después de haber estado mucho tiempo en ruinas, ha sido felizmente recuperado como Casa de la Cultura; falta por terminar el Conservatorio y acondicionar dignamente de acuerdo con la tradición que poseen, la Plaza y el Parque.
La Iglesia quedó casi abandonada y surgió primero un sacerdote ejemplar y después una dama fervorosa. El sacerdote, Jerónimo Carballar que en el primer cuarto de nuestro siglo mantuvo el templo en pie, con las reparaciones necesarias, construyó la casa de la ermitaña (año 1901, en su fachada), fundó asociaciones religiosas (Orden Terciaria, Pan de los Pobres) y difundió incansable el culto a San Antonio.
Después de su muerte, en 1926 las diversas circunstancias de nuestra historia provocaron de nuevo el abandono de la Iglesia, hasta que en los años cincuenta surgió otra persona ejemplar, Paca Calero, presidenta de la Hermandad de San Antonio desde su fundación en 1954 hasta su reciente fallecimiento. El trabajo y el entusiasmo de las diversas Juntas que se han ido sucediendo y la semilla que sembró, son historia presente, vivida, sentida por todos los devotos de San Antonio y, como era persona emprendedora y sencilla, sólo con evocar su memoria nos llega un sentimiento de acción de gracias a Dios por haberla conocido. Su último anhelo era arreglar las bóvedas de la Iglesia. No lo pudo ver entre nosotros, pero esperemos que pronto sea una realidad.
A lo largo de 180 años los franciscanos convivieron con nuestros antepasados y dieron a la villa lo que de ellos se esperaba “buen ejemplo, enseñanza, confesiones y predicación”. Almendralejo se mostró devota con sus Santos, particularmente San Francisco, San Antonio y San Pedro de Alcántara, les auxilió con sus limosnas y consagró a la Orden muchos de sus hijos. Las Crónicas de la Orden Franciscana recogen la vida y virtudes de Fray Diego de Almendralejo, Fray Francisco, Fray Pedro de San Lorenzo, y otros que pasearon por el mundo, a una y otra orilla del océano, el topónimo de Almendralejo con el que solían identificarse los religiosos franciscanos.
El más conocido de todos ellos fue Fray Pedro del Almendralejo, autor de varias obras que vieron la luz de la publicación, y que le convierten en el primer escritor conocido nacido en Almendralejo por su libro “Espejo de Prelado”, sobre la vida de San Luis, el Obispo de Tolosa. Se imprimió en Madrid en 1677. Estuvo varias veces en este Convento cuando venía a predicar la Cuaresma por encargo del Ayuntamiento. Salía con los vecinos a rezar el Vía Crucis los viernes, predicándole en las estaciones, parándose especialmente en aquella hermosa cruz que estaba en el Cabezo, entre la silera de Santa Ana y el pueblo. Veis, nos vamos acercando a nuestra Semana Santa.
Y es que los Santos franciscanos del retablo mayor situados a ambos lados del titular del Templo nos la recuerdan constantemente. San Francisco y San Pedro de Alcántara llevan en sus manos la cruz de Cristo. La devoción principal del apóstol de Extremadura era la Cruz, por lo que al final de cada misión quedaba en cada pueblo una gran cruz de madera. Y San Francisco cuya aspiración suprema era parecerse a Cristo en la cruz recibe la impresión de las cinco llagas en su propio cuerpo y cuando llega el final de sus días saluda con alegría a la hermana muerte, la buena muerte. Dice así en su “Cántico de las criaturas”:

Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay, si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡Cristo de la Buena Muerte! La charla nos ha llevado al PREGÓN y, como estamos en Almendralejo, el pregonero quiere ahora saludar a la Virgen de la Piedad, patrona nuestra, que acoge los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de sus hijos allá donde se encuentren. Danos, Señora, una Semana Santa perpetua de la que estos días venideros sean sólo puntos de referencia en nuestro caminar constante hacia tu Hijo.
La Hermandad y Cofradía del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y la Santa Vera Cruz es nuestra Cofradía más joven. Este viernes santo, en la madrugada, hará por tercera vez estación de penitencia, recorriendo el Vía Crucis de nuestra ciudad que se convierte en una Jerusalén recogida, devota y penitente, que vive los misterios de nuestra fe y acompaña a nuestro Cristo por la vía dolorosa, intemporal y actual, a la vez.
Tiene por titular a la imagen del Cristo de la Buena Muerte, necesitado de restauración artística para poder desfilar, por lo que ahora procesiona un Cristo Crucificado que se venera en la capilla del Bautismo de la Parroquia de la Purificación. Todavía no disponemos de muchos datos históricos sobre la imagen titular, que no aparece en sendos inventarios consultados, uno de 1795 y otro de 1907, por lo que tendríamos que deducir que es una imagen reciente, al menos en este Templo. La devoción popular por esta imagen está muy arraigada y recordamos haber aprendido la oración de la Buena Muerte, tomándola de una cartela que estaba situada a sus pies:

Señor de la Buena Muerte
amantísimo Jesús mío,
dame una buena muerte
según en tu piedad confío.
Por tu pasión y muerte
atribulado Redentor mío,
vaya después alegremente
a gozar en el Empíreo

¡Cristo de la Buena Muerte! ¡Vera Cruz! ¡Vía Crucis! Todo nos remite al misterio central de la muerte de Cristo, y nos recuerda a los franciscanos que, sin duda, nos trajeron estas tradiciones. La Vera Cruz es recuerdo de la cruz de Cristo esculpida en la fachada lateral de este conventual franciscano. En el bloque liso de la piedra una sencilla cruz nos invita a aceptarla y a cargar con ella en el camino de la vida. Y la práctica piadosa del Vía Crucis es también una devoción introducida en España por los franciscanos
En el silencio de la madrugada del viernes, cuando Jesús ya ha consumido parte del cáliz de la amargura, aparece la hermana muerte. La campana que toca a réquiem rompe el silencio de la noche almendralejense y Cristo, clavado en el madero, sale por la puerta de la Vera Cruz, en el momento de ser elevado sobre la tierra. Lo había predicho poco antes, diciendo de qué forma iba a morir: “Cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn, 12. 32).
Su cuerpo se está desgarrando, más si cabe, al irse poniendo vertical el madero. Los claveles rojos que le sirven de suelo avivan sus colores con la sangre del Redentor. El cáliz que le ofreció el ángel en Getsemaní está consumiendo sus últimas gotas de sufrimiento.
Jesús se ha ido adentrando en la soledad. Mucha gente le acompañó en su entrada en Jerusalén, los amigos íntimos en la Cena eucarística, aunque allí también estuviera Judas; sólo tres de ellos, Pedro, Santiago y Juan, en Getsemaní, y no han sido capaces de velar con él y se han dormido, dejando a Jesús solo en su plegaria.
Y después, la traición, el beso que pone en el Maestro una mirada de tristeza infinita y la suave queja del reproche: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (Lc, 22, 48). En los pasos de la Real Cofradía de la Oración en el Huerto y el Beso de Judas, tenemos la síntesis del misterio: la túnica roja, agónica, de la oración; la túnica blanca, inocente, del prendimiento.
Era de noche y bajaban con linternas, antorchas y armas a arrestar a quien era la Luz del mundo. Los discípulos le abandonan, le abandonamos; le niegan, le negamos; le dejan solo y aunque uno sacó la espada lo hizo para demostrar que no había comprendido nada. Jesús, solo. Pedro, que le sigue, le niega y canta el gallo de la conciencia.
Revivimos en la puerta de nuestra Iglesia Conventual de San Antonio la I Estación: “Jesús, condenado a muerte”. Ya estaba condenado de antemano, por el Sanedrín, por Herodes, por Pilato. ¿Ante qué tribunal se encuentra Nuestro Padre Jesús Cautivo de la Hermandad de Estudiantes?

¿Ante quién estás, Tú, Cristo cautivo,
las manos que sanaban, ya sujetas,
que nuestra ingratitud más manifiesta,
te prende por profeta y por testigo?

No es un Cristo flagelado todavía físicamente, es un Cristo agobiado con toda una Humanidad sobre su espíritu. Los azotes vendrían después. En nuestras calles se harán presentes en el paso del Santísimo Cristo de la Merced y todos nos sentiremos un poco encadenados al dolor de Jesús, mientras recorremos la avenida de San Antonio hacia la Plaza de España para meditar la II Estación de Penitencia: “Jesús es cargado con la cruz”.
Y bajo el peso del leño, Jesús camina en nuestro Vía Crucis desde la Plaza de España a la calle Ricardo Romero, que se convierte en nuestra Vía Dolorosa, recorrida momentos antes por Nuestro Padre Jesús del Gran Poder: solo, descalzo, un poco jadeante, en el momento de avanzar lastimosamente hacia el Gólgota, encorvado por el peso de la cruz. Aún ciñe la corona de espinas que se le clava a cada esfuerzo y la soga al cuello, ignominioso yugo. Pisa una alfombra de claveles, rojos de su propia sangre.
Y en este recorrido, de estación en estación (de la III a la IX) Jesús cae por tres veces en tierra, encuentra a su Madre, a la Verónica y a las mujeres de Jerusalén y recibe la ayuda del cirineo, para indicarnos que el discípulo, el cristiano, tiene que participar en la Pasión de Jesús. Tiene que ayudarle a consumar su obra. Este año nos volverá a edificar el sacrificio de aquellos penitentes que tras nuestro Cristo de la Buena Muerte (o en otros desfiles), por amor a Jesús, llevan la cruz, física o moral, sobre sus hombres, cargando sobre unos pies desnudos, la angustia de una petición o la alegría de una promesa cumplida.
Y ya está en la Cruz nuestro Cristo de la Buena Muerte, levantándose del suelo donde le han clavado, después de despojarle de sus vestiduras (X, XI y XII Estación), expuesto a la contemplación de todos, para la salvación de todos, y muriendo después de habernos dejado el testamento postrero:

Su mirada suplicante
se dirige hacia lo alto
y con la boca entreabierta
parece decirnos algo.

Siete palabras: la del perdón y la del consuelo; la del amor y la de la queja; la de la sed y la de la conclusión. La de la entrega.
Muchas imágenes de Cristos Crucificados están en nuestros templos, recordándonos sin duda tantos otros cristos crucificados que llenan nuestras calles. He aquí, algunos de ellos. En la Purificación había un Cristo de las Misericordias, y al que corona el Altar Mayor por debajo del Padre Eterno se le llamaba en el siglo pasado el Señor de la Paloma. Y tenemos a Nuestro Señor de la Paz con la expresión serena en un rostro dolorido del que muere perdonando. Las parroquias de San Roque y San José tienen sendos Cristos Crucificados suspendidos entre el cielo de la bóveda y la tierra de nuestros pies: son nuestros intermediarios con el Padre. No hay iglesia, ermita o convento que no tenga su Cristo clavado en la Cruz. Nuestro Señor de las Angustias, en Santiago, el Santísimo Cristo del Amparo en la Iglesia del Corazón de María, que también procesiona, sobre un monte de claveles rojos. Esta advocación del Amparo también la ostenta la imagen que corona el retablo de esta Iglesia Conventual de San Antonio.
En nuestro recorrido, ya estamos de nuevo cerca del Templo y vivimos la XIII Estación, “Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su madre”. Lo meditamos en la madrugada y por la noche la plástica del paso de María Santísima de la Piedad en su Misterio Doloroso muestra a los almendralejenses la tragedia.
Ya se ha parado el tiempo, ya ha derramado agua y sangre por su divino costado y está muerto en los brazos de su Madre. Las espinas y los clavos, a sus pies, y María acariciando su cabeza que amorosamente se reclina en el regazo materno. Llora la Virgen, pero es un llanto distinto al de otras vírgenes: es un llanto fluido, resignado, ausente la mirada, sorprendida todavía por la ignominia consumada. No lo va a tener mucho tiempo. Es el atardecer, y el sudario en que lo van a envolver se encuentra ya preparado.
El hombre muerto será llevado al sepulcro; la madre dolorosa se cambia en soledad (XIV Estación). Va la muerte en volandas. Y en ella llevan la Vida. Y nuestro Cristo muerto de la procesión del Santo Entierro yace sobre la fría losa del sepulcro, no vencido sino con el rostro levantado manteniendo la conexión con el Padre al que le dice: “los he amado hasta el fin”.
Y con la Soledad concluye la tragedia. Nuestra Virgen sale por la noche a buscar consuelo, y lo encuentra en las hijas de este pueblo que comprenden su dolor y se lo abrevian rezando con ella, cantando con ella el Rosario, piropeándola en la Letanía y alumbrándola en su noche dolorosa.
Pero todo no ha terminado, pues vana sería nuestra fe si todo hubiera acabado con la Muerte, si no hubiera resucitado Jesucristo (Cfr. 1Cor, 15, 14). También la plástica cofradiera de nuestra Semana Santa nos lo representa. La noche no es eterna y el sepulcro ya está vacío.
El Señor Resucitado, que desde la Parroquia de San Roque cierra los desfiles procesionales, se levanta victorioso de la muerte sobre la losa abierta de la tumba. Y aunque los textos sagrados no nos lo digan, nuestra sensibilidad no comprendería que el Hijo no se apareciera a su Madre. Quizás la certeza de aquella manifestación no necesitara de su declaración expresa. Pero aquí, en Almendralejo, la Madre y el Hijo se encuentran en la madrugada del Domingo de Gloria.
Es el tercer encuentro en la Semana. La Esperanza lo buscaba de tribunal en tribunal. La Merced, transida de dolor, quería evitarle la corona de espinas. La Dolorosa lo encontró en su suplicio hacia el Calvario. La Piedad lo recibe a los pies de la Cruz. La Soledad peregrinaba consternada. Ahora, de nuevo, juntos.
Junto, con una Virgen que ostenta la advocación de la Candelaria, y que encierra en sí un profundo significado, pues si en otro momento del año lleva el Niño en brazos y una vela en la otra mano, ahora nos muestra al Cirio nuevo que es el mismo Jesús Resucitado, la luz nueva de un nuevo día alborozado, cumbre y cima de una Semana que comenzó con Ramos y traiciones y termina exultante de Gloria y de alegría.
Hemos revivido con nuestro Cristo de la Buena Muerte su Pasión, a través del Vía Crucis almendralejense. Con sencillez franciscana, recorriendo nuestras calles sobre unas humildes parihuelas, ante el silencio amoroso del pueblo que levanta altares, ha brotado la plegaria:

Y a cambio de este alma llena
de amor que vengo a ofrecerte,
dame una vida serena
y una muerte santa y buena...
¡Cristo de la Buena Muerte!

Amén.