Solo con lo bueno

Estamos en el mes de noviembre, "ese dichoso mes / que empieza en Todos los Santos / y acaba con San Andrés". Es el llamado mes de los difuntos, conmemoración del día 2, mientras que el primer día del mes se celebra la fiesta gozosa de Todos los Santos, ambas festividades instituidas por la Iglesia hacia los siglos IX y X para que tengamos presente que estamos en esta vida de paso para la otra.
A la vez que en los teatros se reponía tradicionalmente el "Tenorio", de Zorrilla, los cementerios se llenaban y se llenan de flores, de velas y de personas que recuerdan, especialmente en este día, a los familiares y amigos fallecidos. Hoy, para tratar este tema tan cercano, nos vamos a alejar en el tiempo, como queriendo dar a entender, ingenuamente, que el problema no va con nosotros. Por eso quisiera recordar algunos aspectos relacionados con la muerte en Almendralejo en el siglo XVII.
El almendralejense de aquellos siglos vivía en la perpetua zozobra de la indefensión ante agentes meteorológicos, enfermedades infecciosas y frecuentes guerras que, aunque la natalidad era alta, provocaban un gran derroche de vidas humanas: la guerra, la peste y el hambre, los jinetes del Apocalipsis se conjugaban para colocar en el centro de la vida la presencia de la muerte como algo cercano, próximo, cotidiano y no por ello menos temido y horroroso.
Las epidemias que recaían sobre los vecinos, a veces, mal alimentados, con grandes carencias sanitarias e higiénicas, sin controles eficientes para evitar su propagación que, en ocasiones, favorecía el tránsito de las propias tropas, provocaron fuertes crisis de mortalidad. En toda la Baja Extremadura se vinieron sucediendo estas oleadas con una periodicidad angustiosa de, aproximadamente, cada diez años, que impedía la recuperación de la población, pues cuando empezaban a olvidarla se presentaba una nueva.
Las cosechas estaban bastante expuestas a una meteorología cambiante y a unas plagas que se erradicaban difícilmente. Los excedentes en los años buenos no eran suficientes para paliar las deficiencias de los malos y la carestía y el aumento de precios en alimentos básicos, como el pan, llevaban el hambre a muchos vecinos y, en un alto porcentaje, una deficiente alimentación que aportaba menos defensas al organismo cuando le atacaba la enfermedad.
Las Actas Capitulares están llenas de alusiones a esta problemática y las soluciones pasaban por la búsqueda de la intersección divina y la formación de cuadrillas que mataran las langostas que asolaban los campos. En el primer caso, son frecuentes las salidas procesionales de la Virgen de la Piedad pidiéndole el agua de la lluvia para los campos en los momentos de sequía y el cese de las mismas en las épocas en que su abundancia resultaba dañina. Como diría Antonio Chacón siglos después en su oración a la Patrona: "que aquí he venío siempre pa que llueva / que aquí he venío siempre pa qu'escampe".
A la langosta se la mataba, se la quemaba para que desaparecieran los huevos depositados en las eras, pero difícilmente se conseguía erradicar, y también se acudía al auxilio de los santos. El vecino Manuel de Figueroa, uno de los portugueses más conocidos del Almendralejo de la segunda mitad del siglo XVII, fue enviado por el Ayuntamiento a la localidad navarra de Sorlada, para que de allí trajera dos cargas de agua tocada con las reliquias de san Gregorio que allí se veneraban, y con este agua se bendecían los campos para expulsar a las langostas de ellos.
Otros enemigos de los campos y de las personas eran los ejércitos, ya que con frecuencia se entablaban luchas con los portugueses. Tan pernicioso resultaba el enemigo, que efectuaba expediciones de rapiña por nuestros campos, destrozando cosechas y llevándose granos y ganados, como los ejércitos propios que "vivían sobre el terreno, como la langosta". En Almendralejo se acuartelaban a menudo y llevaban la desolación al propio vecindario al que se suponía que tenían que defender. Se alojaban en casas particulares y los campesinos no se atrevían a salir al campo a efectuar sus trabajos por temor a quedar a los soldados solos en casa con sus mujeres: las protestas a las autoridades eran continuas y si ocurría en la época de la siega, las consecuencias eran demoledoras.
Pero el peor azote para la población era la enfermedad, la peste, como por antonomasia se la denominaba. Había tal miedo a ella que pocas veces se la nombra como algo que esté ocurriendo en Almendralejo. Sabemos de su existencia por noticias indirectas y porque se indica que las villas cercanas están afectadas por la epidemia y se aprecia después un crecimiento importante en las defunciones en Almendralejo.
Contra las enfermedades infecciosas sólo cabían soluciones defensivas, casi nunca curativas. Se cuidaba algo más la limpieza de los pozos y pilares, se quemaban las pertenencias de las personas afectadas por el mal, se impedía la entrada en la villa de las personas que procedieran de lugares apestados, a veces, se les retenía en cuarentena en la ermita de san Marcos, y se impetraba la clemencia divina por intercesión de la Virgen de la Piedad o de San Roque, abogado contra la peste. Almendralejo se amurallaba en aquellos días cerrando con tapias las calles y callejas que dieran al campo y quedando solamente cuatro puertas o entradas que se vigilaban celosamente. En las proximidades de esas cuatro entradas se habían levantado otras tantas ermitas como si de esta manera se buscara también la defensa celestial.
Al final de la calle de Mérida estaba la ermita de Santiago; cerrando el pueblo por la calle de los Mártires la ermita de los Mártires, San Fabián y San Sebastián. Al final de la calle Palacio se encontraba otro puesto de vigilancia y a extramuros estaba la Ermita de la Virgen de la Piedad, y, por último, al término de la calle Harnina la puerta oeste y cercana a ella la Ermita de San Judas, sobre cuyo solar se asentaría, pasado el tiempo, el primer cementerio de la villa situado fuera de los templos.
Pero, alegrémonos, noviembre también es el mes de "la chaquetía", las salidas de los niños y jóvenes al campo para comerse las nueces, las castañas, los higos y las manzanas, para hacer los casamientos con estos frutos, a los que, en otro tiempo, acompañaban almendras y bellotas, y para degustar los bollos de Todos los Santos con su sabor a matalahúga.

OJALÁ, HOY EN 2020, PUDIÉRAMOS QUEDARNOS SOLO CON LO BUENO.
OS LO DESEO DE TODO CORAZÓN